El 23 de febrero de 1981, hace apenas 36 años, un grupo de militares
liderados por el teniente coronel Antonio Tejero asaltan el Palacio de las
Cortes mientras se está celebrando la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como
presidente del Gobierno. Este intento fallido de golpe de Estado no deja
indiferente a nadie, como es el caso de mis abuelos que viven estas horas con inmensa
preocupación sobre el desenlace y la posible Guerra Civil si Tejero conseguía derrocar
al Parlamento e implantar de nuevo el régimen franquista. Mi abuela permanece
en vela toda la noche atenta a los informativos de la televisión, más
preocupada por su hijo que por ellos y por la posibilidad de que tuviera que ir
a la Guerra si Tejero conseguía su cometido.
Sin embargo, mi padres, que no llegaban ni a la mayoría de edad, lo vivieron
de forma menos preocupante. En el momento en el que Tejero interrumpe en el
hemiciclo, mi madre se encuentra en el aula dentro del internado, suspenden las
clases y se dirige, junto con las monjas, hacia la televisión donde ven lo que
está ocurriendo en el Congreso; siente incertidumbre pero al no tener mucho conocimiento
real no repara en el peligro que puede conllevar.
Algo parecido le ocurre a mi padre, que vive este momento como estudiante
del Machado de 1º de BUP y recuerda que durante toda esa semana su profesor de francés
comunista desaparece bajo la posibilidad de que estuviera muerto. Siente
inquietud al no saber que va a suceder, si volverían al Antiguo Régimen o continuarían
con la democracia establecida hasta ese instante. Al igual que mi madre, no es
plenamente consciente de las consecuencias del golpe de Estado puesto que
ninguno había vivido en época de Franco.
Al final la situación termina a favor de la democracia y la armada abandona
el Congreso sin ningún herido. Bajo los testimonios de mi familia se observa
como la preocupación es mayor en el caso de los padres hacia el futuro de sus
hijos, que estos mismos que aunque estaban algo preocupados no se imaginaban lo
que podía llegar a pasar.
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