martes, 23 de febrero de 2016

23F

El 23 de febrero de 1981, mi madre era una estudiante de 4º curso de Filología que vivía en Zaragoza en un colegio mayor bastante conservador. Compartía habitación con una chica riojana y otra navarra del Baztán, Blanca, a la que mi madre confiesa haber tardado en entender con sus consideraciones sobre la identidad nacionalista, en aquellos primeros años de la democracia. La noticia del golpe de estado le llegó en el colegio, a  media tarde, en un boca a boca que se confirmó con la radio. Recuerda  que las conversaciones de las compañeras indicaban desconcierto, perplejidad y dudas acerca de lo que podía significar aquello,  un sentimiento parecido al que había vivido mi madre seis años antes, en los últimos días de vida del dictador Franco, cuando en casa y afuera se elucubraba acerca de lo que ocurriría tras su muerte. Pero ella estaba en el "útero protector" del colegio, y como entre semana no se salía, poco supo de lo ocurrido en las calles de Zaragoza.
Esa noche, mi madre habló un momento por teléfono con mi abuelo, que vivía en Soria,  y no se le escapó su preocupación: uno de mis tíos estaba a punto de empezar el servicio militar. Mi abuelo tenía entonces 60 años y había visto estallar la Guerra Civil con la misma edad que yo tengo ahora. Siempre tuvo una enorme desconfianza – dice mi madre -  hacia los militares y los curas, dado el poder que habían tenido en todos aquellos años. Y a menudo comentaba en casa, con precaución,  el peligro de los militares.
Mi tío Chema tenía 23 años, estudiaba sus oposiciones en Pamplona y vivió allí el golpe de otra manera. Recuerda que Pamplona era entonces una ciudad con una enorme conflictividad, con  semanas proamnistía cada poco tiempo y  huelgas generales pidiendo la amnistía de los presos en la Plaza del Castillo. Así que, en un par de horas, la calle se llenó de policías muy armados y antidisturbios en cada cruce de calles y avenidas.  La calle estaba tomada. Mi tío había quedado en  casa de una amiga que vivía enfrente del gobierno civil y la familia ya no  le dejó salir. Pasó allí la noche pendiente de la radio y de las ventanas desde las que siguieron las idas y venidas de los furgones policiales durante toda la noche.

Mi tío Jesús trabajaba  en Soria y vivía con mis abuelos. Tenía 28 años y  esa tarde estuvo en la calle: una cita con la que luego sería su mujer estuvo por encima de las recomendaciones familiares. Recuerda que no había gente en la calle, que había miedo porque la extrema derecha estaba entonces muy crecida. Él dice haber pasado más incertidumbre con la muerte de Franco, cuando estando en la mili en Soria, le tocó estar varias noches dando vueltas con el cetme alrededor del cuartel de Santa Clara.

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